por Ana Martinez
Transición a la paz, legitimidad democrática y el desafío de las pandillas
Toda legitimidad democrática nace del proceso originario mediante el cual se constituyen las bases del sistema de gobierno. En el caso de El Salvador, esa legitimidad nace de los Acuerdos de Paz de Chapultepec de 1992, una serie de tratados con los que se logró dar fin a una guerra civil iniciada en 1981 que duró aproximadamente 10 años y que enfrentó a la entonces guerrilla Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (F.M.L.N) contra el Ejército salvadoreño, un conflicto que de acuerdo a las Naciones Unidas cobró más de 75.000 vidas. Según el artículo 1 del Acuerdo de Ginebra de 1990 firmado por las partes en conflicto, se buscó “terminar el conflicto armado por la vía política al más corto plazo posible, impulsar la democratización del país… y reunificar a la sociedad salvadoreña”. Es así que con los Acuerdos de Chapultepec se materializaron estas intenciones y se sentaron las bases para una democracia participativa, en la que tanto la derecha (representada por el partido político ARENA) como la izquierda (representada por los miembros del F.M.L.N, convertido en partido político y que llegó al poder en el 2009) alternen el control de El Salvador.
A pesar de la firma de los acuerdos, las palabras “paz” y “democracia” parecían ser hasta hace poco términos que existían sólo de facto. Desde el fin de la guerra, el mayor desafío para El Salvador, fuera de la corrupción institucionalizada y crisis económicas, han sido las pandillas, que en 2014 convirtieron al país en el más violento del mundo, registrando una tasa de homicidios de 103,3 por cada 100.000 habitantes. Indudablemente, la violencia y la inseguridad afectaron la vida política del país y condujeron a un cambio de la percepción social radical: los partidos tradicionales empezaron a ser vistos como obsoletos y el pueblo salvadoreño empezó a buscar una alternativa que rompa con todos los esquemas, y la encontró en Nayib Bukele, un “outsider” que prometía transformar a un El Salvador ya herido por la guerra civil, y que ahora agonizaba gracias a una ola de muerte causada por otro enemigo.
La Estrategia del Plan de Control Territorial, retos de la democracia y respuesta popular
Durante toda su campaña, la principal arma de Bukele fue el “Plan de Control Territorial”, una estrategia de tolerancia cero contra los grupos delincuenciales (principalmente los Mara Salvatrucha y Barrio 18) que dominaban el país a través del sicariato, extorsión, narcotráfico, entre otros crímenes. El Plan consistía en la movilización total de las fuerzas militares y policiales para luchar frontalmente contra las maras, que serían declaradas como “asociaciones terroristas” (que ya desde 2015 gracias a un fallo de la Corte Suprema de Justicia eran consideradas como tales) , a través del uso de la fuerza legitimado por un estado de excepción que suspendía diversas garantías constitucionales como el derecho a la defensa, la libertad de asociación, la inviolabilidad del domicilio y la libre circulación. Es así que en 2019 Nayib Bukele ganó por primera vez las elecciones generales, conquistando un 54% de los votos a favor. Desde ese día el cambio fue radical: en 2018, la tasa de homicidios diarios era de 9,2%; con la implementación del “Plan de Control Territorial” para 2022 esa cifra se redujo a 3,7%, y para 2023, El Salvador ha registrado apenas 153 muertes violentas, siendo casi ninguna atribuible a las pandillas.
Esa enorme popularidad bastó para que Nuevas Ideas, partido fundado por el padre de Bukele, logre la mayoría absoluta del Congreso y consiga 196 de los 262 escaños, una dominancia útil para pavimentar su camino a la reelección. La Constitución salvadoreña dispone la alternancia en el ejercicio de la presidencia: un presidente no puede gobernar por dos períodos consecutivos, y en caso de querer reelegirse, debe esperar un periodo para poder volver a presentarse a elecciones. Sin embargo, el Congreso destituyó a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia y los reemplazó por otros más “leales”, quienes posteriormente aprobarían un recurso presentado ante la Corte que alegaba que la reelección presidencial era un derecho humano, lo que permitió que Nayib Bukele pueda presentarse como candidato para un segundo mandato. Esta medida fue duramente criticada, y sirvió como motivación para que el mandatario sea comparado con dictadores como Daniel Ortega y Evo Morales.
Ante esta situación, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en un reporte de 2021, ha señalado que una política pública sobre seguridad ciudadana requiere, entre otras cosas, sostenerse en fuertes consensos políticos, además de estar apegada estrictamente a los derechos humanos y al estado de derecho. Frente a ello, resulta más que evidente que en El Salvador se ha eliminado la separación de poderes, manejando de forma arbitraria el aparato de seguridad, reduciendo garantías constitucionales, y creando un sistema político que gira en torno a la figura del jefe de Estado. Este comportamiento de parte del gobierno podría configurarse como una violación del artículo tercero de la Carta Democrática Interamericana, que establece entre sus elementos esenciales la separación e independencia de los poderes públicos. Paradójicamente, esto parece no importarle al pueblo salvadoreño que ha respaldado ampliamente la postura de confrontación de Bukele frente a la Organización de Estados Americanos (OEA) y sus mecanismos de defensa de los derechos humanos, e incluso parecen justificarlo gracias a los resultados excepcionales obtenidos en materia de seguridad y anticorrupción, dos de las problemáticas más serias en América Latina.
Entre febrero y marzo del 2024, el pueblo salvadoreño fue llamado nuevamente a las urnas y en controvertidas elecciones Nayib Bukele logró la reelección con el 83% de los votos, y en las elecciones legislativas Nuevas Ideas logró 54 de los 60 escaños, un triunfo aplastante que fue ratificado por el Tribunal Supremo Electoral (TSE). No obstante, la Misión de Observación Electoral de la OEA, a través de su informe preliminar, reconoció el accionar deficiente del TSE, tanto en sus funciones administrativas como jurisdiccionales, que impiden garantizar condiciones de certeza y seguridad jurídicas. Asimismo, la prensa internacional calificó las elecciones como “la victoria de la violencia”, denominación que responde a las más de 3.100 casos registrados de violaciones de derechos humanos conducidas bajo el régimen de excepción, denuncias que parece no encontrarán justicia en un corto plazo gracias a la negativa del gobierno de responder ante la CIDH, e incluso amenazar con retirarse del Pacto de San José.
Conclusiones
En conclusión, la situación política en El Salvador refleja una compleja paradoja en la legitimidad de las elecciones. A pesar de las medidas controvertidas y la concentración del poder en manos del presidente Nayib Bukele, que han erosionado la separación de poderes y las garantías constitucionales, su popularidad ha sido respaldada abrumadoramente por la población salvadoreña. Este respaldo popular, basado en resultados tangibles en seguridad y anticorrupción, desafía las normas democráticas tradicionales y plantea interrogantes sobre la naturaleza misma de la legitimidad, en un contexto donde la eficacia parece primar sobre los principios institucionales. La paradoja radica en que, mientras las acciones de Bukele pueden ser interpretadas como autoritarias, encuentran legitimidad en la voluntad soberana de un pueblo que las respalda. En última instancia, la democracia salvadoreña enfrenta un dilema entre la eficacia y la institucionalidad, desafiando las concepciones convencionales de legitimidad democrática.